Playas blancas, palmeras por todos lados, aguas transparentes llenas de peces de colores, tantos peces que tienes la sensación de que con una lanza de bambú podrías alimentar a tu familia sin problemas. Era un islote protegido porque las tortugas dejan sus huevos allí, y solo estaba habitada por una familia garifunas que protegía a las tortugas, y el jardinero. Pero todas estas satisfaciones no fueron gratuitas y tuvimos que pasar un verdadero naufragio y la imagen de lo que parecía el Katrina en una isla cercana.
Algunos vaguearon durante unas horas, otros testearon la calidad de los cuartos de baño, y otros, los más aventureros (Idoia, Moreno, y yo), nos zambullimos en el Caribe justo cuando el sol comienza a ponerse. El ocaso es ese preciso momento del día que todos los expertos recomiendan mantenerse fuera del agua, al parecer la falta de luz hace que los tiburones salgan a cazar, y por la falta de luz muerdan para averiguar de qué se trata.
Unos increíblemente tensos 30 minutos, con inmersiones a pulmón que oscilaban entre los 10-15metros y el minuto o minuto y medio de duración, dieron como fruto unas 8 caracolas de tamaño considerable que alimentarían 12 estómagos (nosotros 10, Juan Alberto, y Gustavo). Todo esto sin rasguños (coral y plantas venenosas), mordeduras (barracudas, morenas y tiburones medianos) o picaduras (medusas, pez escorpión).
Una vez en tierra, Juan Alberto nos mostró como preparar la carne de caracola. El proceso es bastante arduo, e implica destrozar la base de la caracola para poder introducir un cuchillo y cortar la base del ermitaño y sacarlo con la mano. Luego hay que limpiar la carne de grasa innecesaria y partes venenosas para poder cocinarlo, como con el pez globo, o fugu, que tantas vidas a costado en restaurantes japoneses de medio pelo. Todos sobrevivimos, aunque alguno se dejara el alma en “el trono”, así que entendemos que Juan Alberto es un maestro cortador de caracolas.
La cena tuvo varios protagonistas. Por un lado, descubrimos que la isla estaba habitada por unos ermitaños enormes, parecía un documental de National Geographic. Barrus creó un fuego de la nada en medio de la playa, utilizando artilugios dignos de McGyver, y venciendo vientos fuerza 7; y más tarde, mientras cenábamos, ocurrió uno de esos milagros de la naturaleza como la aurora boreal, o los bilbaínos, y apareció una tortuga recién nacida. Avisamos a los vigilantes de la isla y se encargaron de protegerla de los depredadores habituales (de la Cruz y similares). Esperamos que se convierta en una tortuga gigante y se deje fotografiar con turistas agarrados a su caparazón cuando sea mayor.
La agradable tertulia al calor del fuego fue interrumpida por la jefa de la isla. Típica señora negra, mayor, con cara de pocos amigos y pinta de tener 200 nietos. Dos veces le llamó la atención a Barrus: la primera porque al inconsciente de él se le ocurrió usar la hamaca presidencial sin pedir permiso, y la segunda porque Barrus había colocado el fuego de forma estratégica para ahumar a la presidenta y toda su familia. La noche no dio mucho más de si, agotados por ser náufragos por un día.
Esa noche todo el mundo durmió muy bien. Sin mosquitos, con el sonido de la olas y la brisa marina acunándonos, ni Moreno ni Javi roncaron, y a Idoia hubo que despertarla para desayunar, todo cosas más dificiles de ver que el Quetzal, o un hincha del Athletic con la mano en el pecho durante el himno de España. Después de desayunar fuimos a hacer snorkeling cerca del arrecife (infestado de tiburones por un lado, tranquilo por el otro) y aprendiendo a pescar langostas de la mano de Juan Alberto. Descubrimos que el hecho de que las langostas no tengan pinzas no significa que no puedan hacerte daño. Una pena que las langostas no fueran para nosotros.
De camino a Livingston hicimos una parada en Los Siete Altares. Una sucesión de pequeñas cascadas naturales, de un agua verde verde verde, perfecto para hacer postales, o anuncios de Fa (mítico champú que siempre saca una maciza en topless duchándose en alguna cascada natural). Allí tuvimos nuestro primer contacto con las serpientes locales. Esta vez fue una pequeña culebra que en cuanto nos vio se alejó sigilosamente, sin darnos tiempo a sacar una foto. Un pequeño susto, pero nada comparado con lo que vendría más tarde.
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